CIRO ALFONSO OSORIO QUINTERO
El 28 de octubre, se cumplen 20 años del fallecimiento de Don Ciro A. Osorio Quintero, uno de los cronistas más destacados de Norte de Santander y de la literatura en la Región de Ocaña.
Don Ciro A. Osorio Quintero
Su participación en la vida política y cultural de la Ocaña de las décadas de 1930 y 1940, dejó huellas imborrables en la dirigencia liberal de aquellos tiempos, el periodismo local y en el campo social y deportivo, donde se destacó ampliamente por su dinamismo y compromiso.
En diciembre de 1988, cuando publicamos el segundo número de la revista Horizontes Culturales, en Bogotá, Ciro A. Osorio ya había accedido gustoso a colaborarnos desde Barraquilla. Con el título de PERIODISMO OCAÑERO, nos envió una de sus sabrosas crónicas sobre la prensa ocañera de las décadas de 1930 y 1940, y luego una magistral biografía del pintor primitivista NOÉ LEON, cuya segunda publicación, después de la hecha por el diario El Espectador, tuvimos la ocasión de hacer.
Reproducimos aquí algunos apartes de PERIODISMO OCAÑERO:
“Éramos un pequeño círculo de soñadores que, después de ensayar en una vieja máquina de escribir, dimos el salto a la imprenta, acogidos a la cordial simpatía de los impresores y periodistas Carlos Gómez y Luis Sánchez Rizo. Evoco con cariño y a la vez con pesadumbre estos nombres y los de los compañeros de aquella juvenil aventura: Lucio Pabón Núñez, José Vicente Forero, los hermanos Julio César, Guillermo, Valmiro y Samuel Paba, Rubén y Ramón Francisco Sánchez, Rafael Bastos, Pedro Cañarete…Todos hoy lamentablemente desaparecidos. Tal parece que he sólo he quedado yo – loado sea dios – para echar el cuento.
“Juventud fue el nombre de nuestro pequeño semanario cultural impreso, que duró todo el año de 1934. En él vieron la luz pública nuestros primeros escritos y nuestros primeros versos. Como era apenas natural, no faltaba en esas colaboraciones el tema romántico y amoroso. Nunca podré olvidar los alegres trajines de consecución de avisos, revisión de material, corrección de pruebas y la impresión final final de cada edición…
“Y es que Ocaña y los ocañeros siempre tuvieron una innata inclinación al periodismo. Lo demuestra, por ejemplo, las 125 publicaciones periódicas que vieron la luz pública en nuestra ciudad entre 1851 y 1936…
“En 1937 tuve yo personalmente una nueva experiencia periodística al fundar Iscaligua, revista literaria y deportiva, órgano del centro Literario y Deportivo del mismo nombre. Atraído por su renombre literari9, pedí, en Bogotá, colaboración a Luis Eduardo Páez Courvel y a Felipe Antonio Molina…”
1945. CIRO A. OSORIO Y LOS CARNAVALES DE OCAÑA. La modalidad festiva del Carnaval, se llevó a cabo por iniciativa del escritor y periodista Henrique Ruiz Machuca, barranquillero hijo de padres ocañeros, y emparentado con la familia Páez Courvel. La organización de este primer certamen fue dispuesta por el Concejo Municipal de Ocaña, a través de una Resolución, cuyo contenido fue reproducido en la revista Trofeos de noviembre de 1945: "Por Resolución del Honorable Concejo Municipal fueron nombrados miembros de la Junta del Carnaval los siguientes caballeros: José Vicente Navarro, Ciro A. Osorio, Alejo Conde Pacheco, Henrique Ruiz, Gustavo Quintero B. y Orlando Trigos. Los mencionados caballeros tomaron ya posesión de sus cargos, eligiendo la directiva que quedó constituida así:
Presidente………...Henrique Ruiz M. Vice-Presidente..…Alejo Conde Pacheco Tesorero…………..José Vicente Navarro Secretario……Gustavo Quintero B. Vocales………..….Ciro A. Osorio y Orlando Trigos
De modo, pues, que los Carnavales ya son un hecho" (Tomado de Historia de la Región de Ocaña. Luis Eduardo Páez García, Bogotá. 2009).
Al cumplirse los 20 años de su partida, queremos brindarle un homenaje de sentida recordación a quien fue nuestro amigo sincero y ejemplo de virtudes intelectuales y valores trascendentales de la Ocaña culta que queremos.
Vaya, desde estas líneas, un saludo cordial para la apreciada familia de Ciro A. Osorio y para la Colonia provincial de Ocaña que reside en Barranquilla, ciudad desde la cual el intelectual ocañero siguió divulgando con cariño y altura la tradición cultural de su solar nativo.
BIOGRAFÍA
Cronista, periodista, poeta y académico.
Nació en Ocaña el 9 de julio de 1915 y falleció en Barranquilla el 28 de octubre de 1991. Hijo de Temístocles Osorio y Ana Mercedes Quintero. Cursó estudios en el Colegio de José Eusebio Caro.
Entre 1938 y 1949 fue funcionario judicial, Secretario de la Prefectura, alcalde de Ocaña, diputado a la Asamblea del Norte de Santander, juez y director de Educación en Cúcuta. Posteriormente, se radicó en Barranquilla y allí ejerció el cargo de redactor del diario El Espectador, Secretario de la gobernación del Atlántico y jefe de la División Administrativa del Servicio de Salud del mismo departamento.
Portada de la revista Iscaligua,
dirigida por D. Ciro A. Osorio Quintero
Como escritor se inició en los periódicos escolares del Colegio de José Eusebio Caro y en revistas y periódicos locales; fue miembro de la Academia de Historia de Ocaña y cofundador del Club del Comercio. Fundó las revistas culturales Iscaligua y Lámina. Osorio Quintero fue también miembro de organismos académicos del Norte de Santander y el Atlántico. Colaboró con Estampa, El Gráfico, de Bogotá, El heraldo de Barranquilla y la revista Horizontes Culturales de Bogotá.
En 1945, Henrique Ruiz machuca, junto con Ciro A. Osorio, Alejo Conde y otros ciudadanos ocañeros, impuso la moda del Carnaval en Ocaña que se llevó a cabo por primera vez en enero de 1946 y que hoy hace parte de nuestro patrimonio inmaterial.
Portada de la primera edición de
El Valle de los Hacaritamas, Barranquilla, 1962
En 1962 publicó su obra El valle de los hacaritamas, libro en el cual recoge aspectos históricos, literarios y folclóricos de su tierra natal. Su obra poética se encuentra dispersa en la Antología Poética de Ocaña y en publicaciones periódicas.
CONCEPTOS CRÍTICOS SOBRE CIRO A. OSORIO
De Gabriel Ángel Páez Téllez (q.e.p.d)
http://www.ciudadocana.com/secciones.php?seccion=art_maga&id=119
08:03 PM - 5 de octubre de 2007
Periodista, poeta, crítico, cronista y académico. Nació en Ocaña en 1915 y falleció en Barranquilla el 28 de octubre de 1991. Poeta de la Ocañeridad
Por Gabriel Ángel Páez Téllez
Los boletines y su justificación (fragmento)
Observando la amplia producción editorial de los escritores de Ocaña y su provincia, pude intuir el esfuerzo que cada uno de ellos exigió a sus autores y la esperanza recóndita de que fueran bien recibidos, porque los libros; al igual que las canciones, la pinturas, los versos... en fin todo lo que es producto intelectual de nuestra iniciativa se les augura la mejor de las suertes.
Tengo la plena convicción de que cada uno de los libros editados traduce el esfuerzo que procedió del corazón de sus autores, en su afán de compartir los frutos fecundos de sus lecturas, inspiraciones, experiencias, observaciones, sabiduría, ingenio, reminiscencias y recuerdos. . .
CIRO OSORIO QUINTERO: Periodista, poeta, crítico, cronista y académico. Nació en Ocaña en 1915 y falleció en Barranquilla el 28 de octubre de 1991. Poeta de la Ocañeridad.
Fue uno de los escritores más fecundos y talentosos que haya tenido la ocañeridad. Páez Courvel dijo de Osorio Quintero. "Es uno de los cronistas más sobresalientes de la literatura ocañera: Aquel vigor de la palabra castiza, aquel gracejo inimitable de la sintaxis cervantina, aquel despabilado ingenio del arcipreste, aquel plañir de galanteo y amoríos que van prendidos a nuestra lengua como cintas y embelecos de encaje, le dan añejas resonancias y acerados fulgores a su prosa deslumbradora".
Lucio Pabón Núñez, en el libro LOS CRONISTAS, en la introducción respectiva escribe: " Ciro A. Osorio Quintero está espléndidamente dotado para continuar la obra de Alejo Amaya y Milanés: ama su tierra con altísimo fervor, investiga en viejos autores y en archivos polvorientos, sabe escribir con corrección y elegancia, y con brillo poético. Y es que también sobresale como trovador".
Osorio Quintero vivió gran parte de su vida en Barranquilla, pero su amor al terruño nativo: Ocaña fue el común denominador de todo cuanto escribía y proyectaba en nombre a favor de la cultura colombiana.
En la introducción a su libro de crónicas: "EL VALLE DE LOS HACARITAMAS, Estampas y paisajes de una ciudad histórica", aparece la dedicatoria que escribió para esta obra. En ese escrito, una vez más el eximio pensador ocañero se muestra en su verdadera dimensión de escritor comprometido ante todo por su sencillez y el amor por sus ancestros y los valores que enaltecen a la persona humana.
"Este libro - haz un poco silvestre de artículos y crónicas intrascendentes de ayer y de hoy sobre seres y cosas entrañables - es un modesto homenaje filial a Ocaña, la ciudad que me vio nacer, donde aprendí a amar a Dios y a Colombia, donde vi florecer muchas de mis más caras ilusiones y morir dos de los grandes amores de mi vida: mis padres a cuya memoria venerada dedico, lo mismo que a mi esposa y a mis hijos, estas páginas elementales y humildes".
CIRO OSORIO, inicia su obra El Valle de los Hacaritamas con la historia de la ciudad de Ocaña, con datos tomados del historiador Luís Eduardo Páez Courvel, y nos dice que la ciudad se fundó en el Valle arenoso de los Hacaritamas y tuvo por objetivos primordiales los de facilitar el comercio del Nuevo Reino con los puertos del Caribe, por donde llegaban a las regiones recién fundadas las mercaderías de Castilla.
A continuación hace un recuento de la fundación de la ciudad, pero a medida que va relatando la historia, que la mayoría de los ocañeros escuchamos desde niños, se va adentrando en describir el paisaje del Valle de Hacarí en un lenguaje singular de consumado prosista con dominio del lenguaje español, enriquecido por su valor pictórico y musicalidad del lenguaje.
Observemos cómo se refiere a la descripción del terruño: " A 1200 metros sobre el nivel del mar, el valle de los Hacaritamas, de clima medio, sano y uniforme, rodeado de verdes montañas y ocres colinas amables, cobijado por un cielo siempre azul, es cordial y luminoso como las primeras mañanas del paraíso. Hermosos ríos y ruidosas quebradas transparentes surcan sus suelos de generosa pobreza, fertilizando las tierras labrantías y festonando de plata el paisaje nativo, mientras que en las montañas cercanas, poblados de vientos frescos y suaves aromas, una fauna numerosa y una flora variada son regalo de los dioses a una naturaleza bondadosa y promisoria"
Uno se deleita leyendo este libro, y otros de autores selectos como él, en donde se puede apreciar y comprender mejor las palabras de Jorge Luís Borges que en sus últimos años describía su cielo... como una inmensa biblioteca, y con ojos nuevos...
La prosa de Osorio Quintero es de antología, y éste es un libro que cautiva, así como todos sus escritos, en donde se puede encontrar un alma vigorosa y fina al mismo tiempo. En su expresión serena y noble encuentro al ocañero romántico de mediados del siglo XX, en donde la ciudad de Ocaña disfrutaba de un ambiente literario y de un paisaje idílico, con sus ríos a los que les dedica su prosa admirable: En la ligera biografía del río Tejo, del que tomo un fragmento, escribe: " Es el Tejo un río alegre y pintoresco de Ocaña. Es el río de la ciudad que la cubre amorosamente, de rodillas como un amante rendido, ( ...).
Nacido en las frías montañas que hacia el sur de la ciudad levantan sus inmensas moles de azul profundo, sus primeros pasos son leve milagro de cristal que en hilo rumoroso corre entre verdes carrizales y helechales, matizados de flores silvestres. Un poco más abajo, ensanchando su caudal por el concurso espontáneo de otras corrientes vecinas, la importancia de su paso por la tierra sin disminuir en inmensidad pictórica, aumenta en provecho de la economía rural y los sembrados y los predios labrantíos reciben la acción estimulante y vital de sus riegos ( ... )" .
También se ocupa de describir el río chiquito, cito un fragmento. "El río chiquito de Ocaña, es la antítesis de su compañero y hermano, El río Tejo. Porque no tiene el encanto bucólico de éste, con su discreto volumen de aguas transparentes, sus hermosas cascadas bulliciosas y la fresca y bella naturaleza que le sirve de grato escenario a su recorrido. Nacido atrás de la ciudad, en los montes sur-orientales, este río chiquito es apenas una menguada quebradita que antes de llegar a la Villa, para bordearla por el flanco derecho en su tímida ruta hacia el norte, baña unos altos eriales de amarillas y blancas arcillas arenosas que dan ocasión y pábulo a la incipiente industria de la alfarería regional. (...).
Su vida fenece hacia el término de la población, donde se une al caudal del Tejo, en un como perezoso afán por aligerar la difícil empresa de la travesía. Pero antes ha lamido, mansamente, los pies del Cerro de la Horca en cuya cúspide se levanta amparadora la gigantesca imagen del Crucificado. Tal parece, en este sector, arrepentido de sus depredaciones, el río rezara, humillado y compungido, un largo y silencioso acto de contrición".
Ciro Osorio escribió en verso; y especialmente, en prosa sobre todo lo entrañable para los ocañeros, en mi opinión: si en Antioquia Jorge Robledo Ortiz es el POETA DE LA RAZA; entre nosotros Ciro A. Osorio Quintero es el POETA DE LA OCAÑERIDAD.
PIEZAS LITERARIAS SELECTAS DE CIRO A. OSORIO
AL CERRO DE LA HORCA
(Para el doctor Luis Eduardo Páez Courvel)
Como un bastión heroico y legendario
que a la ciudad preclara defendiera,
el Cerro de la Horca, solitario
alza su mole egregia y altanera.
Allí, en antiguo tiempo sanguinario,
la raza de los Búrburas, guerrera,
quiso, como un emblema lapidario,
esculpir su venganza justiciera.
Y en medio de la noche colonial,
de muertos entre un hórrido reguero
exangües en la alfombra tropical,
el cadáver dejó de un jefe ibero,
meciéndose en la horca criminal
como un trágico símbolo guerrero!
Poemas de D. Ciro A. Osorio en la
Antología Poética de Ocaña
http://laplayadebelen.org/OCANA/OCA%D1A%20CIRO%20OSORIO.html#BARBATUSCA
BARBATUSCAS
Es mi tierra la que entoldan las rojeces de los viejos barbatuscos...
MARÍA JARAMILLO MADARIAGA
Para hablarles de las barbatuscas a quienes no conozcan suficientemente el encanto bucólico del paisaje ocañero, habrá que empezar por decirles que el barbatusco es un árbol gigantesco, un tanto esquelético y fantasmal, de escaso follaje y muy precario valor maderable, cuyo mérito casi único puede decirse que reside en su pequeña y preciosa flor: la barbatusca.
Se da este corpulento espécimen vegetal en las zonas de climas frío y medio, y se le encuentra en las montañas, donde suele servir de sombrío a las plantaciones de café; en los bosques cercanos a las ciudades y aun, como árbol ornamental, en los parques de las mismas; pero también, y muy especialmente, a la orilla de las fuentes y de los ríos, donde a lado y lado se levantan sus altos troncos desnudos, alineados y numerosos, como centinelas insomnes, custodiando silenciosos el paso callado o rumoroso de las aguas. Por algunas épocas del año, que en los Santanderes corresponden casi siempre a los meses de marzo y abril y coinciden más o menos exactamente con el tiempo de Cuaresma y Semana Santa, el barbatusco se desprende completamente de sus hojas para cubrirse por entero de una millonaria profusión de flores pequeñas y sencillas, cuyo color de candela, vivo e intenso, le da al árbol un extraño y hermoso aspecto mitológico, de encendida antorcha descomunal, levantada, como un símbolo, en medio del verde acentuado y profundo de la naturaleza circundante.
Tiene el barbatusco la particularidad de que su florescencia es tan intensa y copiosa que, a medida que van brotando, va también dejando caer sus flores aún sin marchitar, en generoso derroche de color, cubriendo así el suelo, en torno suyo, de una curiosa alfombra tan encendida y atrayente como si fuera la sombra coloreada de su propia copa florecida. En las orillas de las quebradas y los riachuelos nativos, donde las lavanderas tienden al sol, bajo la mañana radiante y sobre el césped humilde, la multicolora variedad de las ropas sometidas al elemental proceso del lavado, parece que el barbatusco, a la vez que echa a navegar sobre la corriente sus diminutos esquifes de rojo coral, se complaciera particularmente en agregar a aquella original combinación de telas y colores el adorno vivo y encendido de sus flores, que en lluvia continua de ligeras llamitas vegetales -aéreas libélulas de fuego- van cayendo al amor de la brisa ribereña.
La barbatusca tiene la forma de una pequeña mariposa y está integrada por un pétalo abierto y levantado, como un ala airosa, adherido por un extremo a otro pétalo, semicerrado como un estuche y de mayor consistencia, ambos de un color rojo encendido, como ya se dijo. El segundo pétalo tiene la peculiaridad de que, desprendido del primero y al soplarse por su extremo anterior un tanto entreabierto, produce un leve sonido agudo, como sí fuese un pequeño silbato vegetal. Por lo que la flor también resulta muy solicitada por la chiquillería que de ella se llena los bolsillos para luego ir por las calles arrancándole, con la fuerza de sus carrillos inflados, sus finas notas musicales.
Pero la verdadera particularidad de las barbatuscas está en que no empleándose como adorno personal ni hogareño, sí en cambio se aprovechan en las comidas, y las gentes por lo menos en nuestras tierras ocañeras, las buscan con verdadero entusiasmo para con ellas elaborar uno de los más deliciosos y codiciados alimentos regionales. El procedimiento es sencillo: una vez separada la flor de su cáliz y sus estambres, los pétalos se cocinan y se dejan por veinticuatro horas en espera de un ligero principio de acidez; luego se preparan al gusto; bien solos, a manera de ensalada, o con otros ingredientes: mantequilla, queso, huevos, carne, etc. En esta forma y sea cual fuere el proceso de preparación a que se las someta, las barbatuscas vienen a ser, por la época de su cosecha, uno de los platos típicos más apetecidos de toda la región ocañera y, sin lugar a dudas, un manjar de primera categoría en nuestra mesa nacional.
Observando esta particularidad de las barbatuscas, algún curioso indagador de nuestras costumbres autóctonas pudo apuntar con frase que ya es un dicho entre nosotros: "Felices los ocañeros, que se alimentan con flores". Mientras que a otro, no menos escrutador, se le ocurrió sospechar que nada tenía de raro que a esta costumbre de alimentarse con flores se debiera en buena parte la fresca y tradicional belleza que singulariza a las ocañeras.
No sé yo a ciencia cierta cuál sea el nombre científico del barbatusco, ni de dónde le venga éste, familiar, con que se le conoce entre nosotros. Hay quienes afirman que este último le resultó del hecho de que por algunas épocas del año, desposeído ya de flores y con follaje escaso, enorme y esquelético, suele criar unas parásitas, largas y lanudas, que cuelgan de sus ramas como enormes barbas toscas e hirsutas. De aquí, presumiblemente, deformada un poco la expresión "barbas tocas", parece que resulto el nombre familiar de "barbatuscas" y "barbatuscos". En otras regiones el mismo árbol se conoce con nombres diferentes. Tal el cámbulo, en el occidente colombiano.
Empero, sea a este respecto lo que fuere, lego en achaques de botánica, yo no he querido ni pretendido profundizar sobre el particular, como que mi sola intención, al pergeñar esta breve nota, ha sido simplemente la de recordar, con devoto cariño terrígena, a uno de los árboles más conocidos y amables de nuestras breñas santandereanas, donde, como se ha anotado al comienzo, se yergue por derecho propio, sobre todo en la época de la florescencia, alto y ostentoso, casi hierático, como un querido y requerido personaje familiar, entre toda la variada flora del rico paisaje nativo.
LEONELDA HERNÁNDEZ, LA BRUJA LEGENDARIA
Por: Ciro A. Osorio Quintero
Difícilmente atrapada, como a una ágil y peligrosa fierecilla, entre la tupida maleza de una de las montañas que rodean el poblado de Burgama -llamado hoy San Juan Crisóstomo de La Loma de González, en el departamento del Magdalena- una tarde del mes de junio del año de 1774, por el viejo camino que de esa población conduce a la ciudad de Ocaña, un grupo de guardias civiles traía presa a una mujer. No pasaba ella de los 26 años, y su cuerpo era esbelto y su porte gentil, pese a su evidente condición campesina y a las amarras que sujetándole los brazos morenos y tersos, amenguaban un poco la garbosa donosura de los movimientos. En el bello rostro de color aceituno y de trazos casi perfectos brillábanle con fuego misterioso unos grandes ojos negrísimos, cuyo luminoso encanto parecía encenderse aún más con el contenido impulso de una inocultable ira interior.
Como hipnotizada por el hechizo de la extraña mujer, la escolta de gendarmes caminaba en silencio y al parecer distraída. La marcha así era un tanto lenta, aunque no parecíale lo mismo a la hermosa prisionera que sabiéndose camino de la muerte, sentía que la sangre rebelde le transitaba demasiado aprisa por el atormentado corazón, en tanto que, en rápida sucesión retrospectiva, en su acalorada imaginación se atropellaban los recuerdos más sobresalientes de su vida...
Leonelda Hernández, la joven prisionera, vivía, doce años atrás, con cuatro compañeras, jóvenes también -María Antonia Mandona, María Pérez, María de Mora y María del Carmen-, en un ruinoso ranchejo incrustado en el corazón de uno de los montes vecinos al pueblo de Burgama. Haciendo Leonelda Hernández y la primera de las cuatro Marías de maestras consumadas, y las otras tres de aprovechadas discípulas, estas misteriosas habitantes de la montaña dedicaban todo su tiempo, su astucia y su inteligencia al exótico arte de la hechicería. En la media noche profunda, siguiendo el rumbo de los astros o guiadas por el lúgubre canto de las aves nocturnas, las jóvenes hechiceras, andando a tientas por entre el monte, como sonámbulas, se daban a la tarea de buscar raíces y flores de plantas extrañas, reptiles inmundos y cierta clase de animales agoreros, para con todo ese material heterogéneo y cabalístico elaborar más tarde, en otra noche precisa de la luna menguante y a una hora determinada, los brebajes y emplastos que, llevados luego por veredas y villorrios, habrían de curar a los enfermos y sanar a los endemoniados, apaciguar a los violentos y dar valor a los tímidos, o también quitar o poner amor allí donde se pidiese desterrarlo o se reclamase su presencia, todo aplicado en medio de extraños rezos y de sombríos y espeluznantes ritos.
Fueron muchas, pero muchas las personas que hubieron de acudir a estas expertas hechiceras para buscar la cura de sus males, así fueran éstos los del cuerpo o los del alma, tratárase ya de un empecinado mal del vientre o del cerebro, de un cruel desengaño o un temible maleficio. Y todos quedaban, a más de curados y agradecidos, sinceramente pasmados del milagro. Así, la fama de las brujas se fue extendiendo por toda la comarca, nimbada por un sugestivo halo de misterio y seguida de cerca por un notorio clamor de gratitud y de cariño.
Pero ocurrió que, en éste como en muchos otros casos, resultó muy frágil el afecto humano y de muy precaria consistencia la gratitud de las gentes. Tal parece que la excesiva popularidad de las hechiceras hubiera sido fatal para el tranquilo curso de sus vidas. Pues sucedió que, después de haber predicado a todos los vientos su ciencia, su sabiduría y su humanitarismo, un día los ingratos beneficiarios de sus milagros empezaron a acusarlas y a perseguirlas bajo el pretexto de que ciertamente no eran curanderas caritativas, como hasta entonces se había dicho, sino malas mujeres, brujas de gran peligro, mantenedoras de oscuras relaciones a furto con el Demonio, dispensadoras muníficas de toda clase de maleficios y, por lo mismo, hechizadoras de hombres y encantadoras de pueblos.
En este terreno las cosas, las autoridades civiles y eclesiásticas del cantón resolvieron tomar cartas en el asunto, abrieron una minuciosa investigación y finalmente ordenaron la persecución y captura judicial de las acusadas. Por montes y llanuras, por atajos y quebradas, protegidas apenas por la fiel simpatía de las tribus indígenas que habitaban las serranías, huyeron durante mucho tiempo las cuatro desventuradas. Hasta que al fin un día cayeron en poder de la implacable justicia de la época, y en medio de azotes y de escarnio fueron a dar con sus huesos a la cárcel, donde, según la costumbre, les pusieron "cepo, grillos, cadenas en los muslos y en las manos y soga en el pescuezo".
Para mayor infortunio de las desdichadas, los emisarios de la ley encontraron en la choza que les servía de vivienda, como incontrastable cuerpo de delito, un oscuro y macabro laboratorio, y en él, convenientemente preparados, los que presumían fueran necesarios ingredientes del terrible sortilegio que habría de acabar, por lo pronto, con el pueblo de Burgama, tal como se decía habían jurado hacerlo las brujas, y ya era del dominio popular. En efecto, envueltos en sucios trapos o metidos en calabazos, debajo de los camastros y ocultos entre los zarzos, los diligentes funcionarios fueron sacando y relacionando, en un escalofriante inventario de pesadilla, los misteriosos elementos del frustrado maleficio: hierbas de "cargamanta", "ramas de ají chiquito", "huevos de sapo", "huesos también de sapo" y unos híspidos cabellos larguísimos, "para que enterrado el embrujo en medio de la plaza, se volviesen culebras y fuesen picando y matando la gente", según rezan textualmente los amarillos infolios del curioso proceso.
Frente a estas terribles y comprometedoras pruebas, no había duda, pues, a la luz de la rígida justicia inquisitiva de entonces, de la responsabilidad de las peligrosas mujeres en su criminal intento de acabar con las tranquilas, supersticiosas y rezanderas gentes de Burgama. Desde luego, en concepto general, la más culpable de todas era María Mandona, la jefe y directora del endiablado elenco. Y tal vez por eso mismo, la propia noche de la captura -jueves 5 de septiembre de 1763, según las constancias procesales-, el alcalde del lugar, no pudiendo conciliar el sueño por el terror que infundía en su ánimo la posibilidad de ser víctima de las brujas encarceladas; viendo por todas partes una espesa selva de culebras y sapos maléficos, resolvió levantarse a la media noche y, haciendo justicia por sí y ante sí, sin esperar la resolución definitiva de las autoridades virreinales de Santa Fe, ordenó colgar en la misma celda de su encerramiento a la temible y temida hechicera. Las gentes que a la mañana del día siguiente se llegaron hasta la plaza del pueblo, pudieron ver, balanceándose en las ramas de un árbol, como el trágico péndulo de un extraño reloj que marcase las horas de una época de ignominia, el cuerpo ya sin vida de la Mandona, y atadas bajo sus pies, aterradas y llorosas, a sus cuatro infelices compañeras.
Con este sacrificio, muy a tono con la justicia de aquel tiempo bárbaro, pero que sin embargo había de costarle un proceso penal por extralimitación de funciones al despavorido burgomaestre, el pueblo quedó contento. Y en la esperanza de que el macabro castigo que a su jefe se había infligido ante sus ojos fuera suficiente escarmiento para su conducta futura, las angustiadas compañeras de la muerta fueron puestas en libertad.
Empero, la prisión de que ahora era objeto Leonelda Hernández, diez años después del ahorcamiento de María Mandona, venía a demostrar que, antes de aplacar los instintos brujeriles y la endiablada capacidad de superchería de las empecinadas hechiceras, el atroz sacrificio de su jefe y compañera sólo había logrado avivar aún más su odio satánico contra la humanidad circundante y sus ansias de venganzas misteriosas y malignas.
En efecto, una vez libres de su prisión las jóvenes hechiceras, después del sacrificio de la Mandona, reiniciaron enseguida sus contactos diabólicos y sus prácticas maléficas, ahora en un afán incontenible de vengar la muerte oprobiosa de su maestra y amiga. En este propósito no habría obstáculo que no salvaran ni consideración ante la cual se detuviesen: acabarían con los pueblos de los contornos y con todos sus habitantes. El terror, pues, fue por años compañero inseparable de las creídas y supersticiosas gentes de la región.
Ahora Leonelda Hernández, la más joven y hermosa de las brujas, pero quizá la más temida también, de quien se decía que había dado muerte a su propio mando, Juan de la Trinidad, y quien gozaba, además, fama de guerrera sanguinaria, era conducida en medio de alguaciles a la capital de la provincia, donde habría de ser ajusticiada con la pena máxima, en la horca, después de haber sido condenada en contumacia por un Tribunal del Santo Oficio, por haber continuado en sus prácticas de hechicería y tener amenazados a todos los pueblos circunvecinos de convertirlos, un día cualquiera, en infectas lagunas de aguas letales.
Ya antes, en otra ocasión, la rebelde mestiza, montaraz y enigmática, había sido benignamente sentenciada por el Fiscal de la Real Academia de Santa Fe a ser internada en "convento de monjas", o en "casa de familia principal en Ocaña". Pero como entonces no se le hallase para hacerle efectiva la discreta condena, y el temor de sus hechizamientos continuase atemorizando a la ignara población, el Venerable Tribunal había estimado prudente en su sabiduría instruirle un nuevo proceso de cuyas redes, ahora sí, no pudiese escapar con vida.
Cuentan las crónicas de la época que al acercarse la curiosa expedición a la ciudad de Ocaña, en un cruce de caminos se suscitó una ligera discrepancia entre los guardias de la escolta que conducía a Leonelda. Mientras unos opinaban que se debía llegar en primer término y cuanto antes a la ciudad, otros eran de concepto que debían dirigirse directamente al lugar del sacrificio, en el "Alto del Hatillo", frente a la ciudad y al cual se iba, desviando ligeramente hacia la izquierda, por una de las rutas que tenían delante. Una de las razones que más pesaba en favor de esta última opinión era la muy poderosa de que no era correcto ni prudente interferir con la molesta e indeseable presencia de la hechicera en la población, la visita pastoral que en esos días hacía a sus feligreses de la comarca ocañera el ilustrísimo señor obispo de Santa Marta, monseñor Liñán de Cisneros.
Triunfó al fin el último criterio, y los rudos policiales, reanimadas sus fuerzas con el estímulo de unas copas de ardiente licor de laboreo campesino, fácilmente conseguido en las ventas de la vía, reanudaron la marcha, ahora más aprisa que antes, porque también la tarde avanzaba veloz, con ligeros y penumbrosos pasos.
Hacia el anochecer, después de varias horas de camino, ganó la pintoresca expedición la cima de "El Hatillo", donde los expertos oficiales de la Inquisición ya habían levantado el trágico aparato del suplicio. Sin mayores ceremonias, con el apremio del cansancio y de la hora, el jefe de la escolta se dispuso a dar cumplimiento a la condena. Él mismo, con pulso firme, echó en torno del cuello moreno y convulso de Leonelda la cruel ignominia de la soga. Y cuando ya iba a ordenar tirar de ella, por el rostro acongojado de la bella ajusticiada cruzó un súbito fulgor inesperado que, iluminándolo todo prodigiosamente, la hizo estremecer de inexpresable júbilo. Arrastrándose en silencio por entre los matorrales, pegados a la tierra como si fueran ágiles e invisibles serpientes, a la luz indecisa del crepúsculo acababa de ver a un numeroso grupo de indios amigos que, sin que ella ni nadie lo notase, habían seguido sus pasos y los de su incómoda comitiva a lo largo de la vía, y ahora se aprestaban a disputarles a los satisfechos policiales su codiciada presa.
Fue entonces cuando Leonelda, sacando energías de su propio agotamiento y obrando con extraordinaria rapidez, gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que agarraba por el cuello a su frustrado verdugo:
-¡Aquí de los Búrburas!
Fue un grito de guerra y de muerte. Una orden de acción y exterminio. Porque saliendo de entre la maleza, de todas las direcciones, como si los brotase la tierra, en medio de un indescriptible vocerío, los indios amigos de Leonelda cayeron como una tromba sobre la sorprendida y asustada tropilla, la pasaron a cuchillo, colgaron al jefe y libertaron a la hechicera.
La luna de aquella hermosa noche de san Juan, en lugar del tronchado cuerpo cenceño de Leonelda, hubo de alumbrar, inerte, desmadejada, trágicamente suspendida de la oscura cuerda punitiva, la uniformada corpulencia del arrogante capitán de los esbirros. Los cuales, diseminados en torno al patíbulo, destripados y sangrantes, abrían a la noche, sin luz y sin brillo, la flor marchita de sus muertas pupilas.
En la noche espléndida y tranquila, bajo la luna de junio y protegidos por el vuelo agorero de las estrellas, por el mismo camino de dolor de esa tarde, convertido ahora en senda de resurrección, van cantando los fieros íncubos. A su cabeza, Leonelda, la heroína, trágica y hermosa, tiene el aire marcial y satisfecho de una extraña princesa victoriosa, en el regreso de una gran jornada. A su paso, en su homenaje, los indios incendian los sembrados y las chozas, abriéndole a su esbelta figura una tormentosa y dantesca calle de honor que siniestramente ilumina el horizonte en un furioso derroche de odio y venganza. Atrás queda, con su reguero de muertos, el "Alto del Hatillo" que, también en su honor, se llamará en adelante el "Cerro de la Horca". La hembra perseguida pero irreductible ya no está sola ni desamparada. Ahora tiene un ejército amigo y con él va desandando su viejo camino de amargura y lanzando a todos su reto de fuego, de guerra y de muerte.
Más tarde, en las noches profundas y propicias, bajo el temblor azorado de los astros y al conjuro ritual de los espíritus, Leonelda Hernández habrá de organizar otra vez, en el asombrado corazón de las sierras nativas, hasta que la sorprenda la muerte, la conjura diabólica de sus misteriosos aquelarres. Aquellos satánicos aquelarres que ya en la Edad Media el genio sutil de Mereshkowsky sorprendía en las noches medrosas de Benevento, por las riberas iluminadas del Mediterráneo, y que transportados ahora a las tierras mestizas de América, habrían de cambiar su original hálito de leyenda para adquirir un nuevo, real y feroz acento de odio, de venganza y de muerte.
La sentida muerte del cronista ocañero fue lamentada por la comunidad intelectual de la región de Ocaña y de Norte de Santander. Estas son algunas de aquellas manifestaciones ante el hecho luctuoso:
BIBLIOGRAFÍA
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